-Los sucedáneos de la alegría no dan la felicidad plena. Jesús me da la felicidad que acaba con el miedo. Entonces me siento alegre. Exulto de gozo. Me vuelvo elástico, flexible, no rígido.
-Jesús entra amando y ese amor suyo trae paz y alegría al alma. Cuando entra Jesús y nos ama, todo cambia. Me llena de paz. El corazón se calma. Estoy feliz. El corazón alegre vive entregado por entero. No quiero dejar de ser joven llenándome de tristezas sin sentido.
-Las verdaderas alegrías en mi vida proceden del amor. Cuando me he sabido amado por Dios, he podido amar con mi amor limitado.
-Una alegría que proceda de un amor sano y hondo es una alegría verdadera. Tantas veces busco la alegría sin contar con el amor. Sucedáneos de alegría que no me dan la felicidad plena. Y vivo amargado esperando que el mundo me acepte, me ame, me devuelva la verdadera imagen de quién soy yo.
-Anhelo vivir esa alegría del resucitado. Quiero que entre en mi vida y me diga como a las santas mujeres. La alegría de su presencia. Me postro a sus pies. Pierdo el miedo. Quiero esa alegría del hijo que se encuentra con su padre y se sabe amado para siempre. La alegría de los discípulos que también se postran y tocan sus heridas conmovidos. Se saben amados. El amor todo lo cambia. La alegría verdadera no desaparece ante las contrariedades de la vida.
-¿Cuáles son las fuentes de mi alegría? ¿Dónde reposa
mi amor tranquilo? Es la paz que anhelo. La de saberme amado en mi verdad. Esa alegría
de Jesús que me llama por mi nombre y me dice que lo busque en Galilea. Que
haga memoria. Que vuelva al origen de mi historia de amor con Él. A la primera
llamada. Galilea tiene que ver con mi vocación primera a seguir sus pasos. Con
el primer fuego del enamoramiento que ardió en mi alma. Esa alegría honda que nadie me puede quitar.
(F.P.T.)
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