Presentación del Señor
Jueves 2 de Febrero 2023
Santo evangelio según san Lucas 2, 22-40: Cuando llego el tiempo de la purificación, según la ley de Moisés los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén. Para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la Ley del Señor: todo primogénito varón será consagrado al Señor, y para entregar la oblación como dice la Ley del Señor: Un par de tórtolas y dos pichones. Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo e Israel; y el Espíritu Santo moraba en él. Había recibido un oráculo del Espíritu Santo: que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu, fue al templo. Cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo previsto por la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel.
INVITADOS A REFLEXIONAR
A Simeón se le define como “hombre justo y piadoso”. Tenía los ojos del alma bien abiertos para detectar, a su debido tiempo, la llegada del Mesías. Su oído permanecía atento a la voz de Dios que le iba anunciando mensajes de liberación. El Espíritu, efectivamente, moraba en él, dándole fuerzas para mantener bien viva la esperanza, muy a pesar de su edad avanzada.
Permanecía abierto a la vida, no a la muerte. Los muchos años no habían logrado plantar en su alma joven, el árbol de la decepción. Seguía plantando semillas de esperanza en su oración constante. Y observaba a los niños que, en brazos de sus padres, acudían al Templo para cumplir la Ley, entregando a Dios el fruto de sus entrañas. ¿Dónde mejor podía encontrar al Mesías prometido?
No lo buscaba en las personas poderosas, cargadas de riquezas y de orgullo, tampoco le interesaban los sabios engreídos en su saber. Sabía que en los niños, inocentes y saturados de esperanza, se encontraba la fuerza de la liberación. A ellos los miraba con cariño, sobre sus cabecitas calla la lluvia de sus bendiciones. Para todos ellos tenía palabras de esperanza y gestos de afecto.
Cuando ve a José y María, le da un vuelco el corazón. Se prenden en su alma apaciguada, mil primaveras de fecundidad esperada. Lo que habían anunciado los profetas, lo que habían soñado los santos, lo que esperaban los pobres estaba a punto de suceder. María de Nazaret deposita en las manos arrugadas de Simeón el fruto de su vientre, con la seguridad de que aquel noble anciano reconocería en su hijo el misterio insondable de un Dios que Dios venía a devolver Vida a la vida del ser humano.
Nuestro mundo sigue esperando la presencia de Dios, del verdadero Dios. Hoy se acude a los templos del dinero en busca de una liberación que no acaba de llegar. Los mendigos de vida auténtica, hacen fila ante los antros del placer con la esperanza de una felicidad que se torna cada día más esquiva. Son muchos los que acuden a las universidades del saber creyendo encontrar una ciencia que aturde las mentes, pero no llena los corazones.
La plenitud se encuentra en el templo, residencia eterna de un Dios creador, ubicado en el corazón de los que son como niños, esperanzados, humildes, vitalistas, juguetones, abiertos a la trascendencia, muy humanos, con horizontes de un futuro esperanzador.
También hoy tenemos que esperar la llegada del Mesías en cada niño que nace, en cada anciano que sueña, en cada creyente que espera la liberación, en cada hogar de vida, en cada encuentro con el Dios que salva. Pero, es preciso, para ello, que tengamos los ojos abiertos, la fe despierta, la esperanza cumplida y el amor como prenda.
La presentación en el templo puede servir a los padres para recordarles su obligación de formar a sus hijos en la fe. María y José no quisieron privilegios especiales para su Hijo. Lo presentaron a Dios en el templo con la seguridad de que cumplían su deber. La formación moral se hace plenamente necesaria en una sociedad tan materializada como la nuestra. (P. Gregorio Mateu)
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